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La batucada cínica de Rubem Fonseca

ENRIQUE SERNA escribe sobre el narrador brasileño: “Concebía la literatura como un medio de conocimiento, no como una prédica de valores y tal vez por eso logró mostrar la faceta más seductora del mal”.

Por Emequis
4 / 20 / 20

La primavera de 2020 ha confirmado que abril es el mes más cruel, como dictaminó cien años atrás la bola de cristal de T. S Eliot. Mientras la mortandad y el ritmo del contagio pisan el acelerador, la vida cotidiana transcurre en cámara lenta. Nuestra percepción dilatada del tiempo, similar a la de los reos, es una fuente de neurosis que tarde o temprano causará en la salud mental estragos comparables a los del virus.  Por si no bastara con el arresto domiciliario, el calor bochornoso, el inminente desbasto de cerveza, el miedo al contagio y las aterradoras predicciones sobre sus consecuencias económicas, la república literaria está de luto por la muerte de Rubem Fonseca, el narrador brasileño más leído y admirado en México.  La mayoría de la gente lo admira por sus novelas negras, entusiasmo que no comparto, pues a mi juicio, en ellas hay más oficio que magia. Enganchan con facilidad a los lectores, pero las digresiones paródicas y el efectismo las rebajan a la categoría de divertimentos.

En el cuento, obligado a imponerse límites que paradójicamente liberaban su imaginación, Fonseca voló más alto, al grado de que algunos críticos lo consideraban el mejor cuentista de Latinoamérica. Los escritores novicios de los años 80 estudiábamos afanosamente sus concisas maravillas con el vano afán de aprenderle algo. Daría la vida por haber escrito “Pierrot en la caverna”, “Corazones solitarios”, o “Amarguras de un joven escritor”, entre muchos otros cuentos relampagueantes. A ritmo de batucada, Fonseca tramaba perfectos mecanismos de relojería que parecen, sin embargo, improvisaciones escritas a vuelapluma.  Enemigo de la afectación, desterraba de la prosa cualquier expresión que oliera a literatura rancia, a voluntariosa pirueta estilística y a partir de situaciones tragicómicas, montaba fabulosos juegos de pirotecnia con la pólvora enterrada en el subsuelo del habla.  

Escritor tardío, Fonseca publicó a los 38 años su primera colección de cuentos, Los prisioneros.  La demora en darse a conocer lo favoreció por partida doble, pues le permitió madurar su estilo, perder la inocencia, darse frentazos con el mundo y tomarle el pulso a la sociedad brasileña. Los ratones de biblioteca pueden leer mucho más que los hombres de acción, pero no son actores sino espectadores de la vida, una mutilación que tarde o temprano los ahoga en un océano libresco. Fonseca, en cambio, tuvo una vida intensa y aventurera, que le permitió inmiscuirse en los bajos fondos (fue inspector de policía en su juventud), conocer desde adentro las empresas trasnacionales, departir en largas parrandas con la fauna sublunar de Río de Janeiro, charlar con hampones, traficantes, prostitutas y tener amoríos con infinidad de mujeres. 

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La enorme vitalidad de su narrativa, escrita en un lenguaje coloquial y directo, con una economía expresiva y una capacidad de sugerir aprendidas quizá de Hemingway, provoca un efecto de vértigo que tras el estupor inicial se vuelve adictivo. Ningún escritor se ha empecinado tanto por dinamitar su autoridad moral y elevar el cinismo a la altura de las bellas artes. Concebía la literatura como un medio de conocimiento, no como una prédica de valores y tal vez por eso logró mostrar la faceta más seductora del mal. Adelantándose a los guionistas de “El guasón”, que tal vez lo hayan plagiado, en uno de sus cuentos, “El cobrador”, se introdujo en el alma de un sociópata rencoroso, que después de matar a víctimas inocentes para vengarse de un orden social injusto, siente un irrefrenable deseo de bailar, y como el personaje de la película, “tiene ganas de matar a un figurón de esos que muestran en la tele su cara paternal de bellaco triunfador”.  Por respeto a la inteligencia de los lectores, en ningún momento Fonseca define su postura moral ante los personajes, pero al compenetrarse con la crápula de las favelas, incluyendo a los criminales más desalmados, alcanza una empatía con el prójimo digna de Jesucristo.

Los libros de los escritores latinoamericanos que no tienen éxito en España difícilmente llegan a los demás países de habla española. En España sólo hay un cuentista de la talla de Fonseca, el catalán Quim Monzó, pero en las librerías peninsulares las obras del brasileño pasaron sin pena ni gloria. Como la metrópoli decretó que su obra no era un producto de exportación, durante mucho tiempo fue un desconocido en México, a pesar del éxito arrollador que siempre tuvo en Brasil. 

Gracias al olfato de Rafael Pérez Gay y Romeo Tello Garrido, los editores mexicanos de las principales obras de Fonseca, se creó un vínculo directo entre dos literaturas hermanas que nos permitió eludir el mezquino proteccionismo ibérico y leerlo en traducciones libres de españoladas. Ojalá esta operación de salvamento se repita con otros autores.

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