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El suicidio del talento

ENRIQUE SERNA escribe sobre Truman Capote y otros escritores: “El mito del artista bohemio causa estragos alarmantes en la república de las letras, pero la vida disipada no es el único medio seguro de aniquilar el propio talento”.

Por Emequis
7 / 20 / 20

EMEEQUIS.– Una de las experiencias más tristes de mi vida fue presenciar la autodestrucción alcohólica de dos amigos escritores. Alguna vez intenté amonestarlos, pero cometí el error de hacerlo con una copa en la mano, lo que me restó poder de convencimiento. En ambos casos, la muerte de su vocación literaria me dolió más que su muerte física. La reciente lectura de una biografía de Truman Capote escrita por Gerald Clarke me refrescó ese doloroso recuerdo. Tras el campanazo de A sangre fríaCapote estaba en la cresta de la ola: tenía fama, dinero, la aclamación unánime de la crítica y un éxito social tan rotundo que los miembros jet set se peleaban por agasajarlo. Para festejar su éxito, en 1966 dio un gran baile en el hotel Plaza de Nueva York, al que asistieron más de quinientas personas. Con esa especie de coronación buscaba, tal vez, restañar las heridas de su ego, lastimado por el ninguneo que le propinaron los jurados del Premio Pulitzer y el National Book Award. Como sucede a menudo en el mundillo intelectual, los esnobs vengativos no pudieron aceptar la excelencia literaria de un best-seller. Hoy están olvidados ellos y los libros que premiaron, mientras que la novela sin ficción de Truman es un clásico moderno. 

El genio de Capote hubiera podido alcanzar mayores alturas, pero el vacío que sobreviene tras la conquista de la gloria lo despeñó en el alcohol y las drogas. La fortaleza anímica de un huérfano autodidacto que tuvo en la infancia un gran déficit afectivo pudo sobreponerse a todo, menos al cumplimiento de sus anhelos. Entre 1970 y 1984 participó, borracho o atarantado por los tranquilizantes, en varios programas televisivos donde los entrevistadores le pedían explicaciones por sus escándalos públicos: riñas en bares, arrestos por manejar en estado de ebriedad, conferencias canceladas a última hora, procesos judiciales por difamación. Algunos conductores malintencionados lo exhibían con fines amarillistas; otros intentaban respetuosamente llamarlo al orden, como el gentil Dick Cavett, cuyas entrevistas con Capote se pueden ver en youtube.

–Usted se caracteriza por el gran rigor de su prosa – pregunta Cavet- ¿No le parece contradictorio que haya perdido el rigor en su vida?

Con dicción lerda, Capote atribuye sus descalabros emocionales a la enorme tensión que sufre por exigirse tanto en la escritura, pero la biografía de Clarke revela que su caída libre tuvo otras causas que no podía ventilar en público. Enfrascado en relaciones tóxicas con amantes mercenarios que sólo buscaban sacarle lana, en aquel tiempo (1978) su autoestima ya estaba por los suelos.  El sentido del deber no puede sostener por sí solo una vocación literaria. La tristeza ilumina y aguza el entendimiento, pero es una musa con fecha de caducidad. A los cuarenta años, un escritor amargado todavía puede escribir grandes obras. En el último tercio de la vida, quien no haya logrado ser más o menos feliz tiene que forzarse a escribir sin ganas, porque la insatisfacción fortalece cada vez más su instinto de muerte.

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Por supuesto, abundan los escritores disciplinados que año tras año abarrotan las mesas de novedades. Se trata, sin duda, de personas con alicientes para vivir, pero el motor que los anima no garantiza la supervivencia de su talento. En el bando saludable de las letras, el talento se suicida de una manera similar a la del caballo blanco de José Alfredo, que siguió galopando hacia el norte con el hocico sangrante. Quien esquiva el destino de Truman Capote con una disciplina de hierro puede malgastar diez o veinte años en la ordeña sistemática de una ubre seca. En todas las literaturas abundan los esclavos del deber que se levantan temprano, hacen ejercicio, no prueban una gota de alcohol y administran el tiempo con avaricia, pero ningún mago de la retórica puede falsificar la necesidad expresiva y sus alardes de fertilidad literaria proclaman a gritos la impotencia que desean ocultar.

“Ansias de aniquilarme sólo siento”, escribió el modernista cubano Julián del Casal, un opiómano que se murió en mitad de una parranda, al soltar una carcajada que le reventó un aneurisma. El mito del artista bohemio causa estragos alarmantes en la república de las letras, pero la vida disipada no es el único medio seguro de aniquilar el propio talento: someterse a los métodos de las granjas avícolas, donde las pobres gallinas tienen vedado el sueño, porque un foco encendido las obliga a poner un huevo diario, provoca una pérdida de facultades igual o mayor que el despeñadero etílico. 

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Sólo hay una manera de evitar ese camino de perdición:  resignarse al abandono de las musas, o mejor aún: volverles la espalda con indiferencia y desdén, tratar con mano dura a esas putillas caprichosas que desprecian a quien les ruega, pero se enamoran de quien las ignora.

 

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