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Coronavirus: lo mismo, pero no igual

Andrea está en una habitación del Hospital ABC de Observatorio, en el área destinada a los pacientes contagiados con Covid. Elia está en una cama colocada en algún pasillo de alguna clínica cercana a su casa. BEATRIZ RIVAS narra dos historias de la pandemia.

Por Emequis
7 / 18 / 20

EMEEQUIS.– 4:30 am –     Elia Pérez Mondragón despierta y se da un rápido baño con agua helada. Diez minutos después sale de su casa de la avenida Cristo Rey, en Chimalhuacán, rumbo al Instituto Nacional de Enfermedades Respiratorias (antes, Sanatorio para enfermos tuberculosos). Usa el transporte público. Espera media hora hasta que llega el camión que la acercará a su destino.  Al subir, se pone el cubrebocas y trata de no tocar nada, pero es imposible: cada vez que el vehículo frena, debe sostenerse del tubo metálico. Además, como la ciudad ya está en semáforo naranja, hay demasiados usuarios.

4:30 am –      Andrea sigue dormida. Siente un poco de frío y, con un movimiento casi automático, jala el liviano cobertor de cashmere inglés para cubrir su espalda.

6:00 am –      Eli llega al instituto y aprovecha el toldo de un puesto callejero de atole y tamales, para guarecerse de la llovizna. El aroma le provoca un antojo terrible, pero no puede comer pues debe llegar al laboratorio en ayunas.

7:30 am –      Andrea despierta. En realidad, su mamá la despierta dándole un beso en la mejilla.

6:35 am –      Elia muestra su carnet para que los policías la dejen ingresar al enorme edificio. Desde que estalló la pandemia, la vida cotidiana en los hospitales públicos es todavía más complicada. Afuera, comienzan a agruparse los familiares de los enfermos; algunos, con un vaso de café calientito (sólo puede entrar un acompañante por paciente). Muy pocos traen paraguas.

7:40 am –      Después de abrazar a su almohada, sin querer desprenderse de ella, Andrea sale de la cama tamaño king size, dejando abandonadas sus sábanas de algodón egipcio, y se dirige a la regadera. Pone el agua como le gusta: muy caliente.

6:45 am –      Eli hace fila en la ventanilla de los laboratorios: a pesar de lo temprano que llegó, le toca el turno 132. 

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8:00 am –      Andrea, envuelta en la bata de baño que se compró en su más reciente viaje a San Antonio (ciudad a la que va dos veces al año para recorrer los centros comerciales), se maquilla y peina.

7:05 am –      Elia platica con una pareja que está a su lado. Ya casi me dan de alta. Uy, ps qué suerte, yo tengo un trastorno en la circulación de mis pulmones… o algo así, me dijieron, pero desde que empezó esta pandemia que, por cierto, dicen que es un invento del gobierno o de los chinos o algo así, ya no me atienden igual que antes. 

Como hay tanta gente en la sala de espera, y las sillas están todas ocupadas, la mayoría de los enfermos se arremolina, de pie, frente a la entrada de las cabinas de toma de sangre. Sólo dos laboratoristas han llegado a las 18 cabinas disponibles; esto hace que el llamado a los pacientes sea muy lento.

8:30 am –      Tocan el timbre de la casa ubicada en Virreyes. El personal de servicio le abre la puerta al enfermero (con careta, guantes, cubrebocas y material higiénico que cubre los zapatos) enviado por el laboratorio privado. Andrea muestra la tarjeta del seguro médico y paga con su American Express: 3 mil 800 pesos cuesta la prueba para saber si tiene Covid-19. Cinco minutos después, el hombre vestido cual astronauta, sale por donde entró.

7:30 am –      Al lado de Eli, un enfermo (¡de haber sabido que el cigarro me iba a producir este enfisema, tiraba mis cajetillas a la basura!) que dice ser vidente, platica con aquella mujer de mirada bondadosa. Usted perdió un hijo, afirma, sin compasión alguna. Sí, acepta ella, y se le humedece la mirada. Elia prefiere no escuchar la conversación y, entre la gente, se abre camino para alejarse. Le cuesta caminar pues los pulmones no funcionan como deberían, pero eso pasó desde antes de que el virus llegara a nuestro país, le explica a sus vecinos que instintivamente se alejan cuando la escuchan toser. 

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8:40 am –      Andrea está en la sala de televisión. Una mesa portátil de bambú importado, con un pequeño florero que la decora, carga su desayuno: smoothie de frutos rojos, yogurt griego con granola hecha en casa y un bagel con queso crema y salmón ahumado. ¡Qué hambre tenía! Tantas horas de ayuno… Gracias, bebé, le dice cariñosamente a su nana. 

7:45 am – En su teléfono celular, Elia ve unas recetas de cocina y se le abre, todavía más, el apetito.

9:30 am –      Andrea sale. El chofer de su mamá ya le tiene lista su camioneta (blindada, por eso de la inseguridad) que le regalaron cuando cumplió 18 años. Se sube e inmediatamente conecta el IPhone a bluetooth: odia manejar sin escuchar música.

8:00 am –      Eli se da cuenta de que no respetan la numeración. No quiere protestar, así que nada más se queja con el hombre con quien comparte un pedazo de suelo. La viejita que sí alcanzó lugar en una silla, les prestó su rebozo para que no se enfriaran el trasero. Pero ese hombre (uy, yo vengo al laboratorio cada semana) le explica que le dan prioridad a los sospechosos de tener el virus que está matando a tantas personas. También dejan pasar antes a los que llegan en camilla (empujados por sus parientes), en silla de ruedas o que de plano se ven bien jodidos. ¡Dios los cuide!, dice Eli en voz alta. Su vecino asiente con un movimiento de cabeza y la viejita murmura unas frases que no entienden pues no hablan huave. Elia supone que la mujer está rezando. Sonríe. Dios siempre la ha ayudado. 

9:45 am –      Andrea llega a la Universidad Anáhuac; es el último día de las inscripciones y aunque hizo todo el proceso en línea, debe asistir para entregar su certificado de preparatoria y registrar su huella digital. Hay una ligera llovizna y decide esperar en el coche un rato para no manchar sus zapatos Loro Piana. Cuando la lluvia cesa, se dirige a la oficina indicada.

8:38 am –      Por fin llega el turno de Eli. Después de asegurarle que la aguja es nueva y esterilizada, le sacan sangre. Cinco minutos más tarde, Eli ya está afuera. Tiene mucha hambre, por lo que se dirige a uno de los puestos de comida (recién abiertos gracias al semáforo naranja) que ocupan la banqueta frente al instituto. Pide dos tacos de huevo con chorizo y café de olla. Paga con un billete de 50 pesos y guarda las monedas. Se quita el cubrebocas en la bolsa para desayunar a gusto. Además se ha dado cuenta de que casi nadie usa el tapabocas o lo traen debajo de la nariz. Su cita para Rayos X es hasta la cinco de la tarde. ¿En qué matar el tiempo? , se pregunta.

11:00 am –    Andrea está de regreso en su casa. Se lavó las manos al entrar y, por si acaso, también las limpió con gel. Ahora está fumando un cigarro y tomando breves tragos de su bebida de matcha, con la computadora abierta. ¿Cuánto tiempo llevan cerrados los centros comerciales? Tanto, que ya no tiene perfume, así que pide al Palacio de Hierro dos Carolina Herrera, sí, ésos cuyos frascos parecen un zapato de tacón delgado y altísimo. Después, mata el tiempo echando humo por la boca y viendo una serie de televisión en Roku. También espera respuesta de su novio: necesita saber el código de vestimenta del brindis virtual de la noche. Ya se lo preguntó a Alex varias veces, pero no contesta los Whats; seguro sigue dormido. 

11:00 am –    La dueña del puesto de jugos le prestó a Elia una cartulina (el reverso, pues el otro lado ya está usado) y un plumón negro y gordo, así que la mujer nacida en el Estado de México, parada frente a la entrada del Instituto de Enfermedades Respiratorias, mata su tiempo cargando un letrero que dice: “Se ofrese consulta sicologica gratis” (solo con tapabocas, advierte). 

Una semana después, Andrea está en una habitación del Hospital ABC de Observatorio, en el área destinada a los pacientes contagiados con Covid. Tiene una máscara para inhalar oxígeno y mientras, ve series de Netflix en la tele, chatea con su novio o se toma selfies para subirlas a Instagram. El doctor que más pacientes ha salvado durante la epidemia es muy amigo de su padre, y pasa a verla dos veces al día. Además, su abuelo es uno de los principales donadores de este hospital, así que Andrea recibe un trato especial. La enferma a veces siente que no puede respirar bien, pero en esos momentos decide pensar lo que ha aprendido en cuatro meses de encierro: lo verdaderamente importante no se compra con dinero. Se siente agradecida con la vida por seguir respirando, por no formar parte de las estadísticas diarias de defunciones, porque ya casi la dan de alta. Su ceremonia y viaje de graduación de la preparatoria fueron suspendidos, y eso la frustra, pero sabe que en cuanto la vida regrese a la nueva normalidad, podrá salir del país con sus amigas, a ese eurotrip que tuvieron que posponer por la pandemia. Consulta la hora; si estuviera sana, ahora mismo ordenaría sushis y nigiris del restaurante Nobu. Se le hace agua la boca. Es que la comida de hospital es horrible, nos dice. 

Una semana después, Elia está en una cama colocada en algún pasillo de alguna clínica cercana a su casa. Su nombre ocupa un lugar en la larga lista de pacientes que requieren ser intubados; nadie sabe cuántas horas podrá sobrevivir sin ayuda artificial para respirar. Al entrar al hospital, le quitaron el teléfono móvil con la instrucción de que está prohibido utilizarlo. No logra adivinar cuándo ni cómo se contagió del virus que alguien importó desde Europa o Vail (seguramente un fifí). Siente ahogarse y la fiebre de más de 39 grados la hace padecer un frío terrible y un dolor en el cuerpo que jamás había experimentado antes. Lo peor no es el dolor físico, sino el miedo. Y, sobre todo, la soledad. Nadie debería morir sola, nos dice.

 

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