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Chernóbil nuestro de cada día

ANA CLAVEL escribe sobre Chernóbil: “No es sólo sinónimo de catástrofe nuclear sino metáfora de una realidad desmesuradamente tóxica que, a pesar de ser ‘controlada’, sigue presente y es una amenaza continua”.

Por Emequis
1 / 25 / 20

“¿Cuál es el precio de las mentiras? No es que vayamos a confundirlas con la verdad. El peligro real es que si escuchamos bastantes mentiras, no seremos capaces de reconocer la verdad en absoluto…” Son palabras con las que inicia la serie Chernóbil, ganadora de varios premios Emmy en su emisión de 2019 como mejor dirección, guión y miniserie. Producida por HBO, aborda el manejo de la catástrofe radioactiva a raíz de los hechos ocurridos en abril de 1986 en la central nuclear de la ciudad de Pripyat (Ucrania), en la entonces Unión Soviética. En el momento crítico, las autoridades intentaron primero negar y después minimizar la peligrosa radiación emitida al explotar el reactor 4 de la planta nuclear, que ocasionó la muerte instantánea de varios trabajadores —aunque la cifra de los decesos posteriores se estima en miles— y el subsecuente desalojo de los pueblos de la zona. 

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El creador de la exitosa serie, Craig Mazin, se basó en documentos, informes, entrevistas a científicos y testimonios de las víctimas y sobrevivientes, y aunque no aparezca en los créditos, también recreó algunos de los relatos que la premio Nobel Svetlana Alexiévich recoge en esa obra coral terrible y grandiosa que es Voces de Chernóbil. Crónica del futuro (1997). En un texto que sirve de pórtico al libro (“Entrevista de la autora consigo misma sobre la historia omitida y sobre por qué Chernóbil pone en tela de juicio nuestra visión del mundo”), Alexiévich nos alerta sobre su intento de captar en ese coro de voces “la vida cotidiana del alma”, aunque en Chernóbil todo fuera extraordinario, porque por primera vez nos situó ante “la catástrofe del tiempo y de la conciencia”. Es muy aleccionador que hable de una historia omitida porque tanto su libro como la serie de Mazin nos revelan, simbolismo aparte, la toxicidad de una verdad gigantesca y monstruosa que se buscó acallar. Y si bien Platón disculpa a los magistrados que mienten en bien de la república, habría que matizar cuando ese “bien” amenaza la vida de los ciudadanos ya no sólo de un territorio sino del mundo entero.

La radioactividad nociva generada por el accidente de Chernóbil sobrepasa nuestra imaginación ante los desastres, como una terrible Medusa de creación humana que roba la vida a quien ose poner sus ojos en ella. Máxime que, aunque el reactor 4 de Chernóbil ha sido controlado en un “sarcófago” de acero y concreto, los costosísimos trabajos de mantenimiento para que siga encriptado en un arca o refugio de mayor seguridad con duración de al menos cien años, están todavía en proceso.

Desde entonces Chernóbil no es sólo sinónimo de catástrofe nuclear sino metáfora de una realidad desmesuradamente tóxica que, a pesar de ser “controlada”, sigue presente y es una amenaza continua.

No en balde ha circulado en internet el meme, ahora que la premiada serie de HBO puso el tema en la mesa y en las pantallas:

“Chernóbil es el segundo lugar más tóxico del mundo, el primero es Twitter”. Así de vigente es nuestra referencia a su capacidad radiactiva y letal, como la de las benditas o malditas redes sociales en nuestro día a día.

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En la novela Chernóbil de Iliana Olmedo, que mereció el Premio Internacional de Narrativa 2017, se narra la voz de una generación que vivió el desastre de la planta soviética como la cancelación de un sueño social y un futuro promisorio a través del uso de la energía nuclear en su variante mexicana. No sólo por la peligrosidad del empleo inadecuado de la energía nuclear que hizo tambalear las esperanzas e ideales cifrados en la modernidad, sino porque al interior de la propia familia de la protagonista —como la de muchas familias mexicanas marcadas por el abuso sexual y el silencio—,  se guardan secretos tóxicos que envenenan el alma y la vida de sus integrantes.

La novela de Iliana Olmedo, publicada por la editorial Siglo XXI, es una obra cargada de material radioactivo, tan letal como la metáfora de que la familia puede ser un Chernóbil que mina nuestra relación con el mundo. Una bomba de tiempo que irradia su hecatombe secreta de pérdidas, depresión, confusiones, supervivencia, plasmada con la eficacia de una narrativa sin adjetivos, sensiblerías ni contemplaciones. Implosivamente devastadora como el precio de las mentiras y las verdades silenciadas en el núcleo familiar.

Con la colaboración de Pablo Lamoyi.

 

@anaclavel99

 

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