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Historias del último adiós: así es trabajar en una funeraria en Fase 3

Primero fue la tía y, horas después, la mamá. Urnas de familias enteras en una sala y hasta horneros que sienten que los cadáveres les toman la mano. Los testimonios de personal de funerarias aseguran que la saturación comenzó a mediados de abril. Y no cesa.

5 / 14 / 20

EMEEQUIS.– El secreto de un buen hornero, dice Mario Alberto Álvarez, es saber lo menos posible sobre el pasado de la persona que se va a cremar. No saber si ese cadáver pertenecía a una abuela amorosa sirve mucho cuando el trabajo consiste en convertirlo en cenizas. Casi siempre se puede ignorar la charla de los familiares en la funeraria, pero el martes pasado, mientras esperaba el noveno cuerpo que cremaría esa tarde, a Mario le fue imposible no escuchar el llanto de la viuda. 

“Salí a la calle a esperar el cuerpo y afuera estaba la esposa del señor que íbamos a cremar. Lloraba muy feo. Le decía a otra mujer que, cuando su esposo entró al hospital, decía que no estaba listo para morirse y que pelearía por su vida”, cuenta Mario, de 37 años, recargado en una carroza fúnebre en la cochera de la Funeraria y Crematorio Grossman, atrás del Centro Médico Nacional Siglo XXI, en la colonia Doctores. 

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Esa pelea, según escuchó, duró 14 largos días. La enfermera le reveló a la viuda que durante 13 días su esposo luchó con fiereza por volver a ver a su familia, pero en el último día suplicaba que lo dejaran morir. El ventilador sólo alargó la violenta lucha de sus pulmones contra el COVID-19.

“Cuando la señora dijo ‘no se quería morir’, llegó el cuerpo. Qué bueno, porque yo ya no quería oír más. Lo pusieron en la camilla y me lo llevé a la sala de preparación. Yo veía al frente, tratando de no verle la cara, porque luego hay muertos que se parecen a seres queridos y uno tiene pesadillas”, dice. “En eso, sentí que me agarró la mano”.

Mario sabe que eso es usual. A veces, dice, los muertos se mueven. “Se llaman movimientos postmortem”, explica con solemnidad. Pueden mover las manos, hacer sonidos guturales e, incluso, hay algunos que tienen erecciones. Pero en el contexto de la pandemia por el nuevo coronavirus, el hornero de cuatro años de experiencia tiene otra explicación.

Ante la carga de trabajo, Mario lleva una semana sin ir a su casa.

“La gente ‘se va’ rapidísimo con el coronavirus. Un día están bien y al otro se mueren. Yo creo que ese señor me agarró la mano porque se estaba agarrando a este mundo… si la gente viera las funerarias, de verdad que no les darían ganas de estar en la calle”.

Son tantos los muertos en la Funeraria y Crematorio Grossman que los horarios de Mario han cambiado drásticamente: antes de la pandemia, este padre de tres hijas salía de su casa en Texcoco, Estado de México, a las 4 de la mañana para llegar a las 7 de la mañana a los hornos, terminar su jornada 10 horas después y estar de vuelta en su casa a las 8 de la noche.

Ahora es tanta la carga de trabajo que su turno empieza a las 5 de la mañana y acaba a medianoche, así que Mario lleva una semana sin volver a su casa. Prefiere ahorrarse las horas en el camino y dormir en el trabajo.

Desde que empezó la Fase 3, cada noche acomoda una colchoneta junto a los hornos y duerme acariciado por el calor que convierte en cenizas a los muertos por el nuevo coronavirus.

LA SATURACIÓN COMENZÓ A MEDIADOS DE ABRIL

Si los médicos están en la primera línea de batalla contra el COVID-19, las funerarias están en la última línea de la misma lucha: sepultar al virus que lleva, hasta ahora, poco más de 297 mil muertos en todo el mundo. Y 4 mil 220 fallecidos, oficialmente, en México.

Sin embargo, el tamaño de ese pelotón en la retaguardia es casi imposible de calcular. El Consejo Mexicano de Empresas de Servicios Funerarios calcula que, entre crematorios y funerarias, el país tiene unos 5 mil negocios… sin contar las funerarias “piratas” que abundan principalmente en el México rural. Y desde antes de la pandemia, el 60% operaba de manera irregular o sin las precauciones necesarias.

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Algunos tienen hornos sin permisos sanitarios, a otros les faltan bolsas biodegradables para meter los cadáveres. Unos reusan mascarillas y algunos más contratan adolescentes sin experiencia para barrer las cenizas y meterlas torpemente en las urnas. Hay reventa de ataúdes y féretros de imitación. Carrozas que nunca han sido sanitizadas y tráfico de certificados de defunción. En México, hasta la muerte es un negocio opaco.

Con esas carencias, la pandemia se le plantó a la industria funeraria. Según las estimaciones de Roberto García Hernández, vicepresidente de la Asociación Nacional de Directores de Funerarias de México, la saturación a nivel nacional comenzó desde mediados de abril. Casi de un momento a otro, el coronavirus les llenó los locales, los velatorios, los hornos y las carrozas.

Las historias que cuentan sus trabajadores reflejan una realidad que millones de mexicanos no ven al salir a las calles: el drama de morirse y estar en lista de espera para, por fin, descansar. 

Funeraria Jardín Guadalupano.

“ERA TODA UNA FAMILIA QUE HABÍA MUERTO”

 El lunes 4 de mayo, Jorge Ramos, recepcionista en Funerales Londres, vivió la experiencia más dura, hasta ahora, de la pandemia. Cerca de las 2 de la tarde recibió el telefonazo de un joven afligido que le pedía informes para una cremación. Su tía había fallecido por coronavirus.

 “Le di la cotización de una cremación y le dije que los 11 hornos que tiene la funeraria a su disposición estaban saturados. Que por favor me llamara más tarde para confirmar a qué hora podría hacerse la cremación”, cuenta Jorge sobre la calle Tlaxcaltecas, a unos metros del Centro Médico La Raza. “Al ratito, en unas horas, me volvió a llamar. Fue horrible”.

Aquel cliente pasó de afligido a inconsolable. El dolor le causaba un terrible tartamudeo. Pese a eso, Jorge pudo entender que quería cotizar una segunda cremación: acababa de morir su madre, también por COVID-19.

A Pedro Hernández, chofer de carrozas fúnebres de medio tiempo para Funerales Picacho, nunca se le olvidará esta imagen: llegó por la noche a la zona de crematorios del Panteón Dolores para un servicio que le habían pedido desde el mediodía. Llevaba tres días trabajando sin descanso y se había prometido que aquel sería el último encargo del 1 de mayo. La tristeza ajena le había drenado toda la energía.

Cuando tuvo la urna de mármol en sus manos, Pedro manejó hasta una funeraria en la zona del Ajusco. Al llegar, vio una larga fila para entrar a las salas de velación. No le dio mucha importancia porque, por disposición oficial, no puede haber más de 10 personas en una misma habitación despidiéndose de un ser querido que falleció por COVID-19, así que esperar para entrar es lo usual. Manejó directamente hasta el estacionamiento y bajó la urna para entregarla a los familiares, listo para terminar el día.

 “Ahí me di cuenta que no era la única urna para esa salita. Era toda una familia que había muerto… yo llevaba la tercera urna, la del hijo. Y todavía faltaba que llegara la del papá”.

“LLEVAMOS UN MES SIN CERRAR LA PUERTA”

Enrique Lera, vendedor en Funerales Gris, sobre Calzada de Tlalpan en la colonia San Simón Ticumac, lleva cinco días sin volver a casa. Lo mismo llevan sus tres compañeros, que han cambiado las noches en familia por noches arreglando cremaciones, preparando velatorios, vendiendo urnas y mal durmiendo en la capilla

“Llevamos un mes sin poder cerrar. Ya ni cerramos la puerta, mejor dejamos abierto”, cuenta. “Es desesperante ver cómo todo el tiempo llegan personas muy tristes, una y otra vez. Y al mismo tiempo ver que el 10 de mayo hasta había tráfico en la calle”. 

Enrique Lera trabaja en Funerales Gris.

En la media hora que conversamos llegaron tres personas a pedir costos para cremaciones. La última, una mujer, lucía tristísima: murió su mamá y tiene dos hijos intubados en el Centro Médico Nacional 20 de Noviembre.

Desde hace un mes, Javier Santander, propietario de Funerarias Ángeles, no deja de vender ataúdes metálicos. Son los más baratos, los que incluye el paquete de 10 mil 500 pesos para enterrar frente a su negocio, en el Panteón San Lorenzo Tezonco, en Iztapalapa, a quien murió por el nuevo coronavirus.

 Tiene tanto trabajo que repite mecánicamente sus servicios a quien entra en su pequeño local, a unos metros del Hospital de Especialidades “Belisario Domínguez”: el entierro se hace en el espacio que dispuso el gobierno capitalino como fosa común para COVID-19, hasta 10 personas pueden estar en el entierro y todo se hace a “flor de tierra”, es decir, el ataúd queda apenas un metro bajo tierra.

 “Apúrese para que no le ganen los buenos lugares, porque hay zonas donde hay que enterrar entre la basura”, dice, fastidiado de subir y bajar ataúdes. “Y véngase con tiempo: hay que hacer fila porque todo está llenísimo”.

“SI PUDIERAN ESTAR AQUÍ, CORRERÍAN A SUS CASAS”

En enero, Elizabeth Calvillo apenas escuchó hablar del coronavirus. En febrero, creía que era un invento del gobierno. En marzo, concedió su existencia, pero le parecía increíble que un virus “parecido a la gripa” descompusiera el mundo.

Fue hasta abril cuando sintió el efecto real del COVID-19: la clínica en la que trabajaba como odontóloga cerró sus puertas y mientras ella se sumía en el desempleo, su novio trabajaba turnos extra en Funerales El Rosario, el negocio familiar que desde hace 27 años recibe cadáveres sobre la Avenida Tláhuac.

En sólo unos días Elizabeth Calvillo comprobó la saturación de los servicios.

“A mediados de abril mi novio me decía que los ocho trabajadores ya no podían trabajar más por el cansancio. Y que don Ramón, el dueño de la funeraria, dijo que nunca había visto tantos muertos juntos en toda su vida”, narra, rodeada de féretros. “Yo por eso me ofrecí a trabajar con ellos. Y, la verdad, creí que estaban exagerando. Y no fue así: fue peor de lo que imaginé”.

En solo unos días como la nueva recepcionista de Funerales El Rosario, Elizabeth ha confirmado las historias que veía con escepticismo sobre la crisis sanitaria desde Europa: hornos saturados, cadáveres en lista de espera, familias enteras que un día festejaban sin sana distancia un cumpleaños y que a la semana siguiente están enterrando a dos o tres seres queridos de la misma fiesta.

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“Me tocó atender a una señora que perdió a su esposo. El hombre falleció el lunes y hasta el jueves le avisaron porque los médicos ya no se dan abasto. Y están tan cansados que se les acumulan los muertos”.

El agotamiento también es visible en ella: en la tarde en que conversé con Elizabeth se le olvidó comer, apenas ha dormido unas horas y las historias de los abuelos que mueren en soledad le duelen tanto como recordar esos días en que minimizaba el poder letal del COVID-19.

“Yo reconozco que era de esas personas que no creía en esto. Al principio salía a la calle y quería seguir de fiesta”, cuenta, mientras prepara un nuevo servicio de cremación. “Ahora pienso que todos deberían escuchar nuestras historias: si pudieran estar aquí, correrían a sus casas y se pondrían bajo llave”.

@oscarbalmen

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