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“La reta”: El partido de fútbol que le costó la vida a un policía

“Para mí los pinches Zetas valen madre”, resopló el agente Zambrano, en una reunión de cantina tras el partido de fútbol, envalentonado por el alcohol. Algunos de sus colegas lo traicionarían y llevarían esas palabras ante el jefe del Cártel. Sus horas estaban contadas.

3 / 23 / 23

EMEEQUIS.– Con el alcohol encima, Zambrano se envalentonó y su lengua incendiaria puso tres clavos en su ataúd. Una onda de plomo y fatalidad lo acechó desde ese instante.

“Para mí los pinches Zetas valen madre”, resopló.

Ardían sus palabras, tanto como el fermento del licor en su boca. Pero eso no había sido suficiente. En un alarde de valor que le fluía en la sangre, le puso reloj a su vida: “A mí esos pendejos me la pelan”.

Uno torció la boca, otro más arqueó las cejas, y los tres que Zambrano tenía enfrente cruzaron miradas entre sí. Podían ver desde entonces los orificios sobre su frente y la fuente de sangre que saldrían de su boca por las balas atoradas en la garganta, “por lengua suelta”. Él estaba muy “chiles” para notarlo. No sabía que los policías estatales que tenía enfrente estaban en la nómina del Cártel. Aquellos a los que cantó el Hidalgo –y chingó a su madre el que dejó algo, empujando el licor al fondo de un solo trago– le pondrían la corona de muerte desde aquellas horas, cuando encendieron el cirio de sus rezos.

Todo había pasado tan pronto.

Cómo le había hecho falta un trago tras la fatiga de sudar la casaca en el Estadio Hidalgo, la casa de Los Tuzos, un terreno inverosímil para agentes que corrían con la boca abierta. Entonces el pulmón se agitaba y las piernas, temblorosas, ya no respondían al último sprint. Como en el llano, al final de la reta, entre estatales y ministeriales se armó la tomadera. Querían afianzar lazos; que mejor entre el alcohol.

Alguien propuso un bar y todos lo siguieron en sus unidades. Los cartones de caguamas que iban en las bateas de las patrullas ya se habían terminado, pero no la sed de beber hasta perder la conciencia, acostumbrados muchos al exceso, conocidos otros por lo broncos que se ponían cuando el alcohol les entraba a la sangre –desenfundando el arma al menor gesto–, el resto sólo dejaba la cabeza sobre la mesa, incapaces de saber quiénes eran.

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Era la época del “Comandante Mily”, un exmilitar que escribió con casquillos quemados el nombre de Los Zetas; que dejaba ese signo en los cuerpos maniatados y, en el terror más severo para saciar su sed de muerte, despedazados.

Los agentes que trabajan para Los Zetas filtraban información sobre operativos. Cuando era necesario, estos policías se acercaban a un lugar preciso para subir a los narcos en sus patrullas, y así protegerlos, o les coordinaban el escape cuando entraba el ejército por una redada. También delataban, soplaban, ponían gente, como sus propios pares que suponían un estorbo en el camino.

No tardó mucho para que aquellos dichos resonaran en los oídos del “Mily” por boca de los delatores. Mientras escuchaba, se avivó tanto su ira, y entonces también vio al hombre con un tiro en la cabeza.

Cuñas del mismo palo, sus compañeros dijeron dónde vivía, con quiénes, y a quién podrían quebrar para que el dolor fuera tal que verdaderamente diera un escarmiento. Pero “El Mily” quería su cabeza, ávido de tortura; de dejar mediante estos mensajes una amenaza para el resto.

Llegaron a la casa de Zambrano. A golpes lo sacaron de ahí. El cuerpo se resistía, luchaba como era posible, como las reses que se retuercen cuando van al matadero. Al fin agente, sabía lo que habría de venir. Lo metieron a la Ford Explorer y las camionetas de los traidores abrieron paso, como si se tratara de una detención a manos de la policía. El silencio de las calles aledañas contrastaba con los alaridos de Zambrano y los gritos de los asesinos cuando lo subían.

“El Mily” iba con su grupo de sicarios: “El Kahuachi”, “El Pinky” y “El Pispi”. Sonaban las cachas sobre una cabeza, la de Zambrano, pero él estaba más aturdido por los puños que se incrustaban en su rostro, que lo habían dejado casi inconsciente.

Estaba sólo, como pato frente a la escopeta.

Primero lo llevaron a una casa de seguridad en Ciudad Sahagún, donde extendieron la tortura. Después vino la pólvora como buffet [1].

Este agente que desafió a los Zetas, ni siquiera de forma directa, sino envalentonado por el alcohol, en una charla de cantina ante compañeros corruptos, no tendría una pronta sepultura, por eso, tras matarlo, dejaron su cuerpo tirado en Otumba, Estado de México, para que los gusanos comenzaran a devorarlo. 

Ni en la muerte quería “El Mily” que Zambrano tuviera descanso.

Un expolicía cooptado por el cártel que estuvo en el partido y compartió los tragos con Zambrano declararía tiempo después ante la SIEDO: “Todo esto lo supe por voz del ‘Comandante Mily’, ya que me platicó que eso le hicieron porque estaba de hocicón en un bar diciendo que Los Zetas valían madre y que los iba a detener porque no les tenía miedo”. Dice que no le tocó la tortura y la muerte de su compañero, pero, regido por la disciplina de Los Zetas, habría tenido que hacerlo si estuviera “de servicio”, de servicio para “El Mily” en ese momento, aunque éste no lo requirió: tenía decenas de agentes para tal cometido. 

Como el destino de Zambrano, este expolicía tenía escrito el suyo por la misma letra de su cártel: sería asesinado apenas saliera de prisión.

Cuando el cadáver de Zambrano fue encontrado, antes de su sepultura, recibió los honores de su corporación por la muerte en combate al cártel que había penetrado los huesos más frágiles de un poder corrupto.

Junto al ataúd cerrado, a un lado de su fotografía y las coronas de flores que se marchitarían junto a su tumba, sus tres delatores montaron una guardia de honor, junto al resto de una corporación penetrada hasta la entraña, para reconocer el valor del policía caído. Honraron su memoria, la misma que le habían borrado con balas de su traición.

[1] Javier Valdez dixit

@axelchl

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Áxel Chávez

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