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A 100 años: San Ildefonso, la cuna del muralismo mexicano

Si el muralismo mexicano tiene cuna, ésta es el Colegio de San Ildefonso. Tras pasar más de una década en Europa, Diego Rivera, entonces de 35 años, pinta “La creación” en 1922. Estaba por gestarse algo nuevo en México. UNAM en EMEEQUIS.

Por Emequis
3 / 18 / 22

EMEEQUIS.– Hay movimientos que respiran antes de nacer y el muralismo mexicano es prueba de ello, pues aunque su obra más antigua data de 1921 –se trata de El árbol de la vida, de Roberto Montenegro–, la pieza con la que en realidad arranca esta corriente fue pintada en 1922, en el anfiteatro del Antiguo Colegio de San Ildefonso, por un Diego Rivera de 35 años que, tras pasar más de una década en Europa, regresaba a México desde París a petición de un José Vasconcelos que aún no cumplía los cuarenta.

El nombre de dicha obra es profético: La creación, y en él se anuncian –mediante elementos cristianos y paganos, y un Adán y una Eva morenos– que en México estaba por gestarse algo nuevo.

La historia del muralismo mexicano comenzó a escribirse hace 101 años, cuando José Vasconcelos reunió a un grupo de artistas dispuestos a plasmar imágenes de gran formato a fin de romper con el monopolio artístico de las élites al llevar la plástica de las galerías a los espacios públicos, pero ¿cómo si Montenegro fue el primero de entre los convocados vasconcelistas en concluir un mural, se dice que el que funda todo es Rivera?

Biblioteca Central (Juan O’Gorman). Foto: Archivo Gaceta UNAM. 

“Porque así lo aseguraban los artistas de la época, para quienes La creación marcaba el inicio de una vanguardia”, apunta la profesora Sandra Zetina, del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM, quien no duda en afirmar que si el muralismo tiene cuna, ésta es el Colegio de San Ildefonso.

Y es que como explica la académica, pocas veces en nuestra historia nacional tantos pintores tan importantes confluían en un mismo sitio –Rivera comenzó con su obra en marzo de 1922 y casi al mismo tiempo, de ahí hasta 1926, se pintaron 40 piezas más en el entonces edificio de la Escuela Preparatoria Nacional– lo cual daría pie no sólo a reflexiones sobre lo mexicano y su esencia, sino a diálogos y rivalidades que terminarían por darle una identidad única al movimiento muralista.

Escribe Octavio Paz sobre el tema: “Nuestra pintura es un capítulo del arte moderno. Pero, asimismo, es la pintura de un pueblo que acaba de descubrirse a sí mismo y que, no contento con reconocerse en su pasado, busca un proyecto histórico que lo inserte en la civilización contemporánea”.

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El árbol de la vida, de Roberto Montenegro. Foto: cortesía Lourdes Almeida. Archivo Fotográfico Manuel Toussaint / IIE.

Sin embargo, empujar hacia adelante implica lidiar con resistencias que tiran hacia atrás y eso es algo que Rivera experimentó al pintar La creación, pues como señalan algunos biógrafos, llegó un punto en el que el muralista debió subir a los andamios armado con una pistola para protegerse de preparatorianos ofendidos –casi todos jóvenes conservadores que “antes que intelectuales en ciernes se sienten protectores de la sociedad que los encumbrará–”, explica Carlos Monsiváis.

Parte del proyecto vasconcelista era crear públicos para una cultura visual en ciernes: aquellos estudiantes, y grupos afines, no eran aún parte de ese grupo ni deseaban serlo, lo que explica que con frecuencia dichas obras fuesen vandalizadas.

El muralismo es, quizá, el movimiento artístico de mayor impacto a nivel global, pero en su momento ni siquiera sus impulsores oficiales hablaban de estas creaciones en términos de su valor cultural, sino monetario, como se desprende del informe presidencial obregonista de 1923: “Para estimular a los pintores nacionales, se les ha encomendado la decoración de edificios públicos, los cuales han quedado bellamente decorados con poco costo”.

El pueblo a la Universidad y la Universidad al pueblo, de David Alfaro Siqueiros. Foto: Archivo Gaceta UNAM.

¿Pero quién podría anticiparse al futuro? Ni siquiera los artistas involucrados imaginaban las repercusiones de aquellas obras monumentales que comenzaron a pintar a inicios de los años 20 ni cómo éstas marcarían sus carreras. El mismo Rivera llegó a comentar, tras haber vivido casi 15 años en París: “Volví a México el 20 de junio de 1921 con la cabeza poblada de proyectos. El primero no era hacer pintura mural, sino crear un instituto politécnico”. Hoy Diego es nuestro muralista más conocido.

Sin embargo, lo vivido en aquellos años de 1921 y 1922 inauguró un capítulo en la vida artística de nuestro país que aún nos marca. Como apunta Eduardo Vázquez Martín, coordinador general del Antiguo Colegio de San Ildefonso: “El encuentro que se dio en lo que entonces era el edificio de la Escuela Nacional Preparatoria dio pie a un diálogo en el que seguimos enfrascados. San Ildefonso fue el laboratorio del muralismo mexicano donde confluyeron los más grandes talentos de su tiempo (incluidos los llamados “tres grandes”: Rivera, Orozco y Siqueiros), marcando un momento único en el tiempo”.

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